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Alias ADARES, el último de todos los poetas malditos

Un artículo de Hans Herrera Núñez

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Adares es un poeta casi totalmente olvidado, último de la raza de los malditos, lo fue a pesar de sí mismo. Empezó tarde la carrera y se entregó por entero a ésta. La tradición de los malditos queda por fin clausurada.

Una trágica tradición

 Como todas las noticias en el campo de la literatura, ésta también llegó tarde, exactamente veintitrés años después del final. Porque los poetas malditos difícilmente pueden competir con el doble homicidio del día, la corrupción de un ministro o el último grito en la moda de  escándalos de las estrellas fugaces de la farándula.

Atención gobernantes y gobernantas de la cultura, comisarios del mal gusto, versificadores del verso libre que solo prosifican. Oíd acémilas, heliogábalos, camastrones, encubridores, tramposos, roñosos, bellacos, camanduleros de la literatura. Hubo una vez un poeta que ya casi nadie recuerda que sintetiza todo un camino y un mundo ya viejo como acabado. Lo que se pretendió como poesía universal acabó en forma de poeta local.

El malditismo es un fenómeno moderno, nació en el siglo XIX y duró hasta Adares. Surgió como una degeneración del movimiento romántico. Podemos ubicar la paternidad en Allan Poe, a quien la posteridad castigó haciendo que sea recordado por sus cuentos y no por sus poemas que eran y son mejores que sus relatos de susto (padre del género policial, precursor del relato psicológico, que llevó el terror a otros campos). Continúo en Francia con Baudelaire, traductor de Poe, le siguió Rimbaud, uno de los primeros entusiastas lectores de Baudelaire, biografiado por Verlaine, y la línea de sucesión continuó como una enfermedad que se contagia. Entre pesimismo, canto a la tristeza, solipsismo y afán de letraherida, así creció el árbol de los malditos. Sin embargo pocos recuerdan la generación de la bohemia madrileña de la década de 1920. Pocos sospechan que entre esos malditos casi totalmente olvidados hubo un Pedro Luis de Gálvez, rufián y caballero que paseaba el cadáver de su hijo muerto en una caja de zapatos por los cafés de la Gran Vía, para colectar a través de la lástima, unos cuantos duros para el sepelio, pero que el infeliz por borracho se gastaba en tragos, por lo que volvía empezar el procedimiento de café en café hasta agotar la Gran Vía. Poeta que por cierto inspiró el primer poema (o al menos el primer soneto) de un joven Borges (“Rompe de pronto un hombre, el paisaje se achica (…)/ Es Pedro Luis de Gálvez, rufián y caballero/ Que viene con la frente fulgente como mica/ Y con las manos plenas de poemas de acero”. Pedro Luis en Martigny, 21). O ese otro poeta desgraciado, Armando Buscarini, hijo de una madre soltera que portaba el apellido de un presunto padre al que jamás conoció, y que se dedicaba sin éxito a la venta ambulante de sus poemas. Y así muchos otros de todas partes, de todas las lenguas, que por años abocaron su vida con afán al fracaso, como fue Pizarnik, judía, atea y bollera, leer sus obras completas es leer literatura hecha enfermedad. O Bukowski, el gran borracho con la cara picada, o Mario Santiago Papasquiaro, el Ulises Lima de los Detectives Salvajes de Bolaño que murió atropellado el mismo año del libro de la publicación del libro de su amigo, el mismo libro que le dio la fama que sus poemas jamás le dieron.

Hay en el maldito una vocación canalla, egoísta, de ser gafe, que lo es a pesar suyo, pero a veces pareciera que lo fuese adrede.

La última poeta maldita era catalana, fue Ana María Martínez Sagi, antes de los treinta años lo había logrado todo, primera jabalina de España, primera mujer miembro del directorio del FC Barcelona, única fotoperiodista mujer en el campo de batalla durante la Guerra Civil Española (y cuyas fotos aparecían bajo el título de “por el compañero Sagi”). Ésta mujer había descollado también como gran poeta, pero al final de la guerra, derrotada su causa huyó con los perdedores a un exilio largo que no acabó ni con la muerte de Franco ni la ley de amnistía. Sagi siguió escribiendo pero incluso al volver a España nadie la reconoció. Le tocó vivir mucho, demasiado tiempo. Durante sesenta años fue olvidada en vida. Pesaba sobre ella la peor ignominia, la de la indiferencia. Ella que era una gran poeta, hasta que un joven escritor la encontró y el resto es historia. Lo curioso de su caso viene de ésta suerte, esta condición de ser maldito a pesar suyo o a propósito. Cuando por fin alguien después de sesenta años publica un libro sobre su vida, el mismo día de la presentación del libro la misma homenajeada se muere.  Tenía noventa y tres años.

Y es que el maldito se empeña en aumentar la vana gloria de su mala suerte. Tienen la capacidad de la poesía elevada pero la aprovechan desde su lado más miserable y malévolo. No son malas personas, tampoco es que estén enfermas sus almas más que la del resto, es que se trata de que están fascinadas con esa suerte que la fuerzan, se empujan con todas las ganas, con todo su deseo hacia el fracaso. Lo quieren, lo buscan y lo peor de todo es que empujan consigo a las personas que los aman, a sus padres y a sus hijos. Se rodean de inútiles para opacar su talento, para fingir ser también inútiles. Gustan de verle el mal a todo, adoran la tristeza como quien adora al diablo. En la sinagoga de Satanás prenden velas negras a su propio ídolo, se consumen en amargura, en resentimiento contra sí mismos, porque a diferencia del odio y la envidia, el resentimiento es un sentimiento que se vuelve contra uno mismo y lo depreda. “Tienes que perdonar Fernandito” le decía Ana de Pombo al poeta camarada Navales, “tienes que perdonar, aunque ellos implique que renuncies al genio de tu estilo. Perdonar es el único acto que amerita ser terminado en esta vida”.

A.D.A.R.E.S.

Si estabas por Salamanca allá por los noventas, en los corrillos, alcanzabas a encontrar a un viejo con una barba blanca como de rey visigodo. Sentado frente a la plaza en una mesa desplegable ofrecía sus poemarios que él mismo se autopublicaba. Y por cierto era un poeta que vendía, no por famosos o enchufado, sino porque tenías al poeta ahí, con poemas escritos a comisión para el comprador que quisiese un retrato hablado.

Adares es muy distinto a todos los demás malditos, no era borracho, ni mujeriego, era peor, era un tipo normal, o lo fue casi toda su vida hasta que un día a una edad muy avanzada, él que no leía más que probablemente novelas de vaqueros, un día pasado los cuarenta años lo fueron a visitar las musas. Y desde entonces ya nada fue igual.

Comenzó a escribir y escribir y no se detuvo. No era un buen poeta, escribía sin ritmo, sin música, pero coño cómo escribía, insistía, de tal manera que el talento ausente llegase a fuerza de escribir tanto.

En la vida de un hombre ocurre un instante en que algo más grande nos llama, podemos aceptar o no, pero una vez empieza ese camino, el hombre se vuelve héroe. Cuando uno por fin sabe para qué fue puesto en este valle de lágrimas, cuando sabe su misión, solo entonces sabe quién es, y a partir de ahí todo se vuelve épico.

Adares oyó el llamado y respondió. Se entregó a la poesía, él que nació con hambre, pobre de solemnidad, hijo de pobres que se fue a trabajar a Francia de obrero, que la pasó con los gitanos, que se dedicó a pastorear animales y a cuánto oficio bajo encontró para ganarse el pan, él, Adares, abrazó su vocación con total normalidad. De todas maneras siempre había sido pobre. Seguramente no le pesó ser fiel a su condición de perdedor, lo había sido toda su vida, de manera que no significó ningún cambio en su vida hacerse poeta. Su primer libro de poemas, Sangre talada, se publicó cuando ya pasaba de los cincuenta años.

El poeta callejero hizo de la calle su cátedra. Asentado ya en la ciudad de Salamanca, empezó a editar y vender sus libros en la Plaza del Corrillo, lugar de paso de viandantes y turistas. Entre la Plaza Mayor y la Calle de la Rúa, que lleva a las Catedrales, estaba su oficina de poeta a la intemperie.

Con todo empeño y tesón el resto de su vida hasta el mismo día de su muerte, se dedicó a ir a su centro de labores donde vendía sus poemas auto publicados. Desde los peldaños de los soportales de El Corrillo erigió “Adares” lo que él denominaba su “Cátedra de Poesía”. Mientras los académicos estudiaban a Lorca y a Vallejo, Adares hacía poesía, llevando la palabra a la calle. Era él aquel hombre que se atrevió a ser palabra.

 Vendió muchísimos libros de esa primera veintena que se autoeditó y que reeditaba tras agotarse la primera tirada. Con lluvia o con sol, y de domingo a domingo, instalaba su mesa, exponía sus libros, en un cordel, de una cuerda que ataba a dos columnas,  colocaba el pequeño cartel que dejaba bien claro el producto ofrecido: ‘POESÍA’.

El viejo era un buen manojo de poemas.

De su ciudad Salamanca escribió:

«La Plaza del Corrillo es poderosa./ Cada día que me puede recibir la hago un retrato/ para aquí terminar mi loco empleo./ Hasta que me respete la memoria.»

Y también este otro poema,

«Salamanca te amo porque tú amas al sol.

Porque tú te dedicas a quedarte.

Salamanca te amo en las cajas

Y entre el ramillete del vaho

Del amor.

Te amo en las goteras de la Peña Celestina

Y en todo el Tentenecio de aguardar

La monja.

Sólo te pido amor que te asegures y tantees,

Salamanca, antes de que te digan.

Yo no me iré jamás de tu palabra».

(De ‘No me preguntéis de dónde soy llegado’)

O este otro poema, del libro ‘Me enamoré sin permiso’ (1995): “Me llamaste venir y vine / como vengo / lleno de anochecidos mundos irradiables. / Este poema es verso / y a la vez un beso hacia abajo / y derecho / a tus cabelleras. / Tu manzana de amor es mi ban¬dera.”

Quizá los que más han preservado su memoria sean Juan Manuel de Prada y A. P. Alencart.

La obra de Adares están reunidos en treinta y cinco libros publicados y varios inéditos que conforman su producción poética. Difícil de hallar en especial es “Escrito a lápiz sin soltar el asa” (1993).

Su estilo es franco, rural y vivaz. Ejemplos de su sonoridad son versos como estos: “Es mi brazo cartabón que te ha trazado Salamanca” o este otro que juega con el famoso adagio bíblico,  “Pulvis est et pulverum reverteris” (Polvo eres y en polvo te has de convertir), que Adares transforma en su verso escriba: “vuelto cenizas polvo héroes” (En Salamanca).

Como paraba horadando la realidad para hallar poesía, Adares, cuyo verdadero nombre era Remigio González, podemos destacarlo además de exponente de fin de raza en entronque y bisagra con una nueva poesía que emerge. El último maldito, ofrece dos coordenadas para el nuevo poeta que nace con el siglo: el comienzo de vocación tardío (fin del culto al poeta adolescente) y el desapego del culto a la tristeza por una nueva vitalidad, una más alegre. Ese es el significado de Adares en la literatura.

Siendo así el último eslabón de una cadena ya terminada, surge el interés de algo distinto que empezó a operar en la poesía, algo nuevo que en Adares se vislumbra aparecer.

El fin de los poetas malditos no debiera generar enfados, porque continuar en el malditismo es perseverar en la necedad, y ese árbol ya está muerto y no da fruto ni siquiera veneno. Esa teta está seca, y no da leche agria. Es una tradición que concluyó. Es demasiado egoísta en sí, y ese camino se experimentó hasta el vómito. ¿Con qué ojos nos verá el s. XXII o el s. XXIV? ¿Todavía habrá lectores de Vallejo? Nuestro siglo es entre los siglos un siglo petiso, ni el mundo acabará con nosotros ni la poesía se enquistara atorada en la misma ruina. Como cuando los bárbaros y la caída del Imperio, se perdió mucho, pero se conservó lo esencial del mundo antiguo. De la poesía maldita quedará tal vez nada, quizá solo unos versos de un mal poeta, y me atrevo a augurar que son los versos de otro poeta, del poeta niño Buscarini, quien en su poema orgullo escribió: “Es verdad que yo sufro; pero oídme:/¿ qué me importa sufrir si soy poeta?”. Esos versos resumen ciento cincuenta años de golpearnos contra la pared.  Reafirma y sintetiza lo que fue ese movimiento que murió en el año 2001. Un sismo que no dejó más que unos versos a modo de grietas en la casa de la poesía y nada más.

Finalmente,

ADARES, son el acróstico de Adelante, Dolor de madre al dar a luz al hijo, Amor, Remigio (su nombre), España (su país) y Salamanca (su ciudad).

La última poeta maldita fue Ana María Martínez Sagi, que falleció en el año 2000, y el último poeta maldito fue Adares que murió el año 2001. Hasta el último día de su vida fue caminando con la espalda doblada y con un parkinson muy avanzado a su cátedra de poesía que jamás abandonó. No era un triste, era no obstante maldito olvidado, eslabón del nuevo camino que se abre. Como dice un poema suyo:

Mi poesía nunca engaña

Porque nunca la engañé

Silvestre malva o de alma

La subo porque la amé.

Yo sé por lo que resiste

Porque jamás está unida

Ni a la pena ni a lo

Triste

(Inédito)

Descansa en paz Adares, a la luz de la mejor ventana.

Y a ti, querido e hipócrita lector, posiblemente aspirante a escritor, si persistes en la necedad de ser maldito, déjame decirte que llegas veintitrés años tarde. El sepulcro ya fue tapiado y la lápida puesta. En el cementerio de los malditos ya no quedan vacantes. Dedíquese mejor a otra cosa.

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