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«Al viejo Clint, por sus 90 años» por Umberto Jara

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Le debo a Clint Eastwood el primer oficio que tuve en mi vida: vaquero del Viejo Oeste. Tuve la suerte de que, en asuntos de cine, mi madre decidiera criarme sin las prohibiciones de la censura por edad. Así, siendo un niño, pude ver en el cine Cavero de mi pequeña ciudad, el maravilloso film de Sergio Leone “El bueno, el malo y el feo”. Días después, en el almuerzo familiar, con el coro burlón de mi hermana, formulé un pedido extravagante para los adultos pero imprescindible para el niño que en ese entonces fui: necesitaba tener las botas y el poncho que en esa película utilizaba el personaje sin nombre encarnado por Clint Eastwood.

Molesté tanto en casa con mi vehemencia (que no ha menguado aún hoy) que a mi viejo no le quedó otra alternativa que llevarme al zapatero y al sastre para la confección de esos aditamentos. Llevé conmigo, con el cuidado que se le da a un mapa del tesoro, el recorte que los diarios publicaban en ese tiempo con el afiche de las películas. De ahí, del afiche de “El bueno, el malo y el feo”, tenían que tomar el modelo de la manera más fidedigna posible los artesanos del cuero y la tela. La tarde en que me calcé las botas de gamuza y el poncho marrón con sus figuras geométricas, empezó mi oficio de vaquero a tiempo completo. Bajo el sol inclemente o la lluvia desatada, marchaba a todo lugar posible vestido como Clint, atento a los posibles desmanes de el Malo y el Feo.

Fue uno de los veranos más felices de mi vida. Sin colegio y sin tareas pude vagabundear por las ariscas tierras del Viejo Oeste a las que me conducía la afiebrada imaginación que se suele tener en la niñez. Meses después llegó a la tienda de discos del señor Alberto Chahud Nader, en la Plaza de Armas de Ayacucho, el long play con la banda sonora de “El bueno, el malo y el feo”. En casa, agradezco tanto desde siempre, los gastos en cine, libros, música y fútbol estaban siempre autorizados. De modo que el señor Chahud me entregó el disco y partí a la carrera a casa. Mi madre puso aquel disco de vinilo y lo primero que escuchamos fue el silbido con la melodía inolvidable compuesta por Ennio Morricone. Ella me miró con esa sonrisa comprensiva que solo las mujeres saben tener y me puse a cabalgar junto a Clint Eastwood, bien aferrado a los estribos del corcel para no caerme de tanta felicidad.

Años más tarde, en la universidad, empecé a entender los detalles profundos de ese clásico de la cinematografía. Entendí el significado de una de las escenas más célebres, aquel instante en que el “Rubio” (Clint Eastwood) dice: «El mundo se divide en dos categorías: los que tienen el revólver cargado y los que cavan. Tú cavas». Así solía ser el mundo entonces; y lo sigue siendo ahora.

He crecido con Clint Eastwood. He disfrutado y he aprendido con sus filmes —en los que actuó y en los que ha dirigido—. He respetado su figura y su pensamiento. He visto con alegría su arribo, gracias a su talento, a un pedestal que pocos tienen: ser considerado una leyenda viva. Pero como hoy en día vivimos tiempos en los que cualquier petimetre o petimetra se atreve a la falta de respeto, hay quienes, en los últimos años, han tenido la osadía de molestarlo. Ante la impertinencia, el gran Clint Eastwood, con sus noventa lúcidos años y con la apostura del vaquero que cabalga solo sin necesidad de nadie, ha sabido responderles con unas frases tan sonoras como los balazos que esa gentuza se habría merecido en un bar del Viejo Oeste: “Primero me tildan de derechista. Después de racista. Ahora de machista. Está de moda conseguir que la gente se sienta culpable por diferentes cosas. A mí me da igual, porque sé en qué puto lugar del planeta estoy, y me importa una mierda”.

Celebro sus maravillosos 90 años. Talentos como el suyo terminan siendo eternos porque su obra ha de seguir vigente sin importar los calendarios.

Desde mi rincón de espectador le tengo profundo cariño porque, además del regalo en mi infancia, me entregó, en mi adultez, un momento entrañable. En el último año de vida de mi madre establecimos la costumbre de conversar más que antes para decirnos aquello que, vencido el plazo, ya no sería posible compartir. Una tarde, revolviendo un cajón de olvidos, hallé el disco aquel con la música de “El bueno, el malo y el feo”. Se lo mostré, nos pusimos a silbar aquella melodía a nuestro modo poco musical y nos dimos un largo abrazo y al ver nuestras lágrimas mutuas entendimos que mi niñez hacía mucho que había concluido y que su vida estaba ingresando al adiós final. Supimos, con una nostalgia honda, que habíamos sido muy felices, juntos, la tarde aquella en que, con esa música de fondo, ella le sonrió comprensiva a ese pequeño vaquero en el Viejo Oeste de mi infancia. Los dos sabíamos muy bien por qué amábamos tanto a Clint Eastwood.

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