Mi padre apenas empezaba el verano nos llevaba en tranvía a Agua Dulce. Él conocía su asunto. La alegría del pueblo es la playa. Su espacio público con calor y mar, su albedrío. Lima es de las pocas capitales del mundo que tiene playa y puerto. No obstante, vive de poto al océano y cierto, lo que queda, es para los desvalidos. Limeñistas remotos como Raúl Porras Barnechea, Héctor Velarde o Luis Loayza y el viejo Ricardo Palma coinciden en que el espíritu del limeño está conectado a su clima. El verano limeño es apenas un ramalazo. El sol de Lima no es tal, con las justas existe. Lima es la capital ahora del imperio del sol. Pero eso es una quimera. Así, los de aquí gozamos a forro en enero y febrero, luego el cielo turbio, la melancolía, la resolana.
En aquel tiempo, la década del cincuenta del siglo pasado, el mar era con boleros y guarachas. Para eso la playa tenía sus bares a la vera de los acantilados. El “Tíbiri Tábara” era el mejor. En realidad, eran varios los antros con rockola donde se apostaban faites, marocas y malandrines. Después del mediodía, en trusas, las parejas aputamadradas se embutían al compás de la coprolalia de la danza y las voces de Bienvenido Granda y Daniel Santos. En la arena, las familias se ubicaban en las carpas. Llevaban lo necesario para un picnic soberbio, tallarines, arroz con pollo, chicha morada y salsas varias.
Antes que la Panamericana Sur nos lleve a Asia o “Eisha”, las rutas del deseo veranero partían desde la Plaza San Martín en el mismo Centro de Lima. La vía del tranvía a La Punta frente al Hotel Bolívar y la línea de los “acoplados” –En la puerta del cine Metro–que terminaba en Chorrillos a tiro de piedra de la playa de Agua Dulce. El verano era otra cosa y nuestra piel otra costra. Recién aparecían los cebiches ardorosos y cervezas celestiales. Cierto existía La Herradura, más allá, pero esa playa era para los que tenían carro. Nosotros apenas los rieles, el olor a petróleo y la fantasía.
2.
En Agua Dulce los veraneantes teníamos propiedad terrenal simbólica y bronceada en tiempos de Odría: las carpas. La carpa de arquitectura de tocuyo blanco y celeste o rojo. La arena era limpia como la conciencia cívica de los peruanos. Muchos dirán que era otro país. Yo digo que es el mismo, sólo que con más pusilánimes. No existía el bronceador ni la erisipela, pero con una gripe te morías. La carpa evitaba los estornudos y servía también para fajarse rico con una china-chola. Por la tarde, en el muelle de Pescadores, comprábamos una docena de lornas por un Sol de los viejos. Luego, con mis hermanas recogíamos el muy-muy a flor de arena húmeda. Era para el chupe nocturno que elaboraba mi madre. Nos dormíamos temprano. Que nadie dude de nuestra felicidad.
El verano en estado puro es una metáfora del vivir. Intensa ilusión del goce. Lástima del destino limeño. Dura muy poco, apenas dos meses. No obstante, es casi siempre una fiesta esquiva, como todo lo de aquí. Está hecho así, del material de las fantasías. Y en esta estación del sentimiento, cada capitalino tiene su verano como cada uno tiene su playa. Yo soy ahora de La Punta, Callao, un balneario de prosapia y envergadura. No es moda, es memoria palpitante. Me bronceo en Cantolao y agarro chelas más cebiches y conversa pesada en “Don Giuseppi”.”
Agua Dulce tenía melancolías. Apenas comenzaba abril y la extrañábamos. Mejores bikinis jamás contemplé en la vida. Uno echado apanzado en las arenas (guarda con el plural), y las muchachas de Barranco y Lince que, suspirando por Bill Haley, se dejaban retratar al compás del rock and roll. ¡Qué ritmo endemoniado!, como diría la tía Quintina. Para llegar a ese océano del goce el viaje era holgado y ventoso, cruzando todavía las chacras de Surquillo y San Antonio, y bajo los robles de Pedro de Osma en Barranco. Una mañana, antes de la playa, abrí la revista Life recién llegada a la librería de mi padre. Unos barbones celebraban a grito pelado. Era Fidel Castro entrando a La Habana triunfante. Ese día se terminó la calma y el verano.
En la playa de Agua Dulce uno tuvo su primer amor. En la foto sonreímos con papá, mamá y hermanas frente a una olla de tallarines. La arena es gris color gasfitero y el mar verde cual palta de estación. Las olitas con espuma a detergente y un olor a calcetín popular. Tengo 12 años y amo a Liz Taylor con locura. Belaunde está ya en el poder y Toto Terry brilla en sus últimas tardes en la “U”. El sol amariconado nos fríe al mediodía y mi padre me deja al cuidado de mis hermanas, ingresa al mar y por Pescadores se instala en uno de los bares a la vera del acantilado frente a una cerveza bien helada. Bienvenido Granda canta “Señora” y el viejo en trusa a lo Tarzán de acequia baila en una loseta con una maroca con un aire a Sonia Furió. Yo lo observo cómplice entre las celosías a burdel chalaco. Mi padre es Fred Astaire y mete rodilla que da miedo. Lo dejo empiernado y me regreso.
3.
Los tallarines rojos con su troncha de pollo al curry después de un chapuzón es una maravilla. Mi madre nos sirve con esmero y mis hermanas se embadurnan las piernas con una grasa hecha en casa. Da brillo y vigor me dice la mayor y yo celoso miro a los que la miran. Ahora estoy tirando sobre la arena semi tapado y observo el cielo asombrado. Soy limeño de primera generación y me pica mi ciudad, mis vecinos y el bajo vientre. Mi padre ha regresado chino de risa. Me mira y sabe que soy su cómplice. Y mientras al sol se lo traga el mar, regresamos a casa con el único trofeo de clase: un manojo de lornas para la dignidad de nuestro viejo sartén.
Repito, el verano en estado puro es una metáfora del vivir. Intensa ilusión del goce. Lástima del destino limeño. Dura muy poco, apenas dos meses. Ahora la playa de Agua Dulce muestra a ese nuevo limeño. No el de las nuevas clases medias, no. El otro, el provinciano que ha conquistado la capital virreinal, la república criolla y que ha construido una urbe policéntrica. La mayoría ‘baja’ de San Juan de Miraflores, Las Delicias, Villa María del Triunfo. La playa así es democrática, y aunque los personajes son otros, las costumbres son las mismas. Ellos traen su casa a la playa, su cultura a que se dore frente al mar. Las señoras devoran sus choclos, sus papas, los niños chillan por un ‘marciano’ de caigua y suena El Grupo 5. La tarde cae, y entre la huachafería arquitectónica de los monumentos del nuevo alcalde y la ciudad convulsa desparramada.
Los perros husmean los despojos, La perfección es responsabilidad de los tatuajes de las muchachas y qué ansiedad tan perfecta, la de las moscas. Las olas se detienen de pronto, el orificio frío, el tajo congelado, el himen inmune a pesar de la niebla y su espuma. Los hombres recogen sus vidas del ozono y tanta existencia se hace humo, y todos se regodean en la erisipela de la miseria. Que ni los amores los viene a ver a estos los hijos torcidos de la patria mientras el sol duerme su duelo y se escapa por la rendija del océano.
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EL MUELLE DE PESCADORES
El muelle apenas se llama Pescadores. Fue construido en el siglo XIX, en medio de la Guerra del Pacífico. Su estructura ha variado desde esa vez. Si antes incluso se decía que le sirvió al mártir José Olaya de punto de partida y retorno en tiempos de la emancipación y la colonia, hoy es un punto estratégico de comercialización de la constreñida producción de pescados y mariscos. El muelle tiene otra función, divide la playa de los pobres con la de los acomodados. Si hacia el norte avizora las playas públicas que van hasta La Punta, a su mano izquierda más bien observa al Club Regatas Lima, una institución próspera y privada que es dueña de una ubicación privilegiada. Los socios del club (solo hombres, las mujeres acompañan) gozan de una institución muy bien constituida y con beneficios innumerables para los suyos. Otro de los detalles del muelle es que junto a él se ubican restaurantes populares con una variada carta marina. Cierto, prevalecen los Cebiches de distintas marcas y colores, aunque hay muy buenas Parihuelas y casi todos las variedades de los platos de coyuntura.
Un día clave en Pescadores es la madrugada del 1 de enero. Casi como un ritual, el muelle se llena de jóvenes visitantes que inician el año con un soberano desayuno marino. Y la zona se hace fiesta a pesar que para esa fecha se prohíbe la venta de bebidas alcohólicas. El muelle luce también espectacular para la fiesta de San Pedro todos los junios, donde al patrón de los pescadores lo pasean por el mar en chalanas entre salvos y rezos.
DE CHORRILLOS A LA PUNTA
La foto es de los años cuarenta y cuelga como otras en la pared del fondo de la canta “‘Don Giuseppe”. Cinco muchachas de vestidos ligeros apurados por el viento, caminan armonizadas con sus risas. Uno las imagina alegres y más jóvenes porque no sólo supone que están enamoradas. Detrás, el viejo edificio de madera donde están los famosos Baños y el letrero “Toddy” de la heladería que afirma que ese será un verano glorioso. En realidad, La Punta tiene prosapia desde 1910, el segundo año del gobierno de Leguía. En el Directorio Anual del Perú, escrito por Pedro Paulet, se señala que La Punta está formada por dos calles principales: Jirones Medina y Sáenz Peña; dos secundarias: Jirón Ucayali y la otra todavía innombrable, y una ancha y frondosa Plaza con elegantes hoteles y ranchos. Era ardid y refugio para aventureros de verano. El mar, ese océano a orillas del goce y el pecado.
El “point” de la época era el “Gran Hotel”, destruido por un incendio en 1914. Una de las sobrevivientes del desastre, Amelia Vargas, que aún se mantenía en pie a comienzos de los años noventa, cuenta que aquel día celebraba su luna de miel, ardiente y voraz. Existía también el “Hotel “Edén”, el “Bristol” y el “Internacional”, el favorito de los ingleses y las primeras familias italianas que mixturaron su intemperancia genética con las familias peruanas de solera y lustrosa prez. Luego, los limeños adinerados hicieron de La Punta y antes que Ancón, residencia de veraneo con casas de tinte europeo. El presidente José Pardo y Barrrera fijo sus aposento en inmensa mansión y La Punta deja de ser un humilde caserío de pescadores para tornarse en un balneario frecuentado por las familias más donosas de nuestra villa del Señor. Bryce y Fernando Ampuero, han escrito sobre esta brillantez.
Hoy todo es distinto. La Punta luce melle nuevo aunque inútil y la Escuela Naval alberga a su izquierda una playa para la plebe. “lorchos” y “zambos” se codean los domingos mirando la isla de El Frontón y en la Playa de Cantolao los vecinos han separado su playita para no ser infectados por el tufo de la cholería que baja a raudales a pegarse su playaso junto a la gente de estirpe antañona. El distrito luce esmerado, no obstante, en la esquina de la Cantina de Giuseppe, todavía llegamos los de aquí y de acullá. Es bar y restaurante donde no faltan los cebiches y la especialidad “El chimbombo de huevera”. Luego, las cervezas son infaltables para el recuento del tiempo, de la memoria señera, de un pasado que se escurre en los rincones de las reminiscencias. La Punta, mi playa y sus líquidos gloriosos.