Raúl García Zárate ha muerto y con él, su fabulosa guitarra. Siempre lo recordaré como el señor amable que fue a mi viejo colegio militarizado y, en formación de lunes, tocó para nosotros su “Adiós, pueblo de Ayacucho” y otros temas. Yo tendría 9 o 10 años y no sabía que una guitarra podría hacerte llorar y menos que podría tener ese color nostálgico que este excelente guitarrista le daba a las cuerdas. Esa tarde, recuerdo, también tocó el maestro quenista Alejandro Vivanco, quien se subió a una carpeta para entonar con nosotros el “himno nacional argentino” que, al parecer, le había pedido nuestra directora Nelly Morón de Miranda. Después crearía su fabuloso “Orfeón de Quenas”.
Esa tarde, de fines de los setenta, cuando llegué a casa, le dije a mi madre que unos señores músicos habían tocado en el colegio y cuando en la mesa del almuerzo me preguntaron quiénes eran, fui corriendo a sacar mi cuaderno donde había apuntado sus nombres: Alejandro Vivanco y Raúl García Zárate. Y lo que más me sorprendió fue que mi madre se acercó a la radiola Phillips que, como un ataúd reluciente, ocupaba la mitad de nuestra sala y sacó dos long plays de estos enormes músicos y nos contó que García Zárate era un abogado que defendía a los pobres y que Vivanco se creía el flautista de Hamelin que soñaba con convertir en músicos a todos los peruanos.
Esa fue mi primera clase de música andina en la que también se incluyó al charanguista Jaime Guardia, amigo de José María Arguedas, a quien, muchos años después, conocería en una velada de amigos y que admiraba profundamente el trabajo de García Zárate y Vivanco. Dos grandes maestros con quienes, creo, nunca más me volvería a encontrar. Alejandro Vivanco moriría en 1991 abrazado a su quena y a Raúl García Zárate siempre lo vería en televisión o en documentales.
Hoy ha partido Raúl García Zárate y yo busco desesperadamente ese LP que mi madre me regaló cuando ingresé a la universidad y el mundo del rock hacía mucho ruido en mi cabeza. Si no lo encuentro, tocaré con mi guitarra rota ese Adiós, Pueblo de Ayacucho que aprendí a entonar en La Cantuta, no el original que versa los amores de un cura y una viuda y que al ser descubiertos en pecado tienen que separarse, sino la versión de los que creían que la justicia solo se podría conseguir arrancándola de las manos de los explotadores: “Adiós, pueblo de Ayacucho, perlas challay, ya me voy, ya me estoy yendo, perlas challay, a luchar por los ideales, perlas challay, contra el hambre y la miseria, perlas challay…”.