Internacional

Adiós a Gorbachov, el último zar rojo

Lee la columna de Hans Herrera Núñez.

Published

on

En medio de una guerra contra una ex república del otrora imperio soviético, Rusia se ve cercada no solo de sanciones internacionales sino también de emociones encontradas. Hace una semana moría asesinada por un atentado terrorista la hija de Alexander Dugin, uno de los mayores exaltadores del nacionalismo ruso. Ayer moría casi olvidado del mundo el último líder de la extinta Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, un hombre sin el cual es seguro que no tendríamos el s. XXI que tenemos, y posiblemente ningún otro.

Es sabido todo lo que se dice sobre Mijaíl: que fue el secretario general elegido más joven desde tiempos de Stalin, que su glasnost y Perestroika abrieron el imperio, pero también que lo sepultaron. Sin Mijaíl la Guerra Fría continuaría hasta hoy o puede también que acabara en una guerra nuclear hace muchos años. Cómo fuera, Mijaíl es una contradicción dialéctica, salvó al planeta del holocausto nuclear pero hundió a su imperio. Un hombre de paz sin duda, pero un hombre al fin al cabo.

Gorbachov era un hombre nacido dentro del socialismo, hijo de la URSS, de niño no conocía otro mundo que no fuera el de su imperio. Fue la URSS la que permitió el ascenso social de un hijo de agricultores hasta las más altas esferas del politburó. Cómo un hombre socialista de los años 60, vio con buenos ojos el socialismo humano que lucharon los checoslovacos en 1968. Quería eso para su bloque, y en efecto lo puso en marcha apenas tuvo el poder.

Pero ser joven e idealista y manejar el imperio más grande de la historia son cosas incompatibles. Sobre todo cuando su imperio se manejaba sin ningún respeto a los DD.HH. y tampoco respetaba la soberanía de las naciones. Sin embargo la idea, la necesidad de cambio urgía entre los rusos. Esa idea se traducía en una palabra: свобода, libertad. No como los liberales la piensan sino como un europeo oriental la vivía: imaginándola, soñándola. El sueño de la libertad de rusos, checos, polacos o rumanos es algo que ningún inglés o americano conoció, y que solo Gorbachov tuvo las agallas de  ofrecer, no porque lo prometió, sino porque su generación lo soñó. Y él era precisamente la encarnación de ese sueño.

El hombre de la marca roja en la cabeza fue el hombre que retiró los tanques de la loca aventura en  Afganistán, ese país bárbaro que le costó 15 mil vidas a la URSS. La retirada soviética no significó el desastre inmediato que fue la retirada americana de Biden el año pasado, pero si significó entregar un país entero a las hordas de la superstición islámica que la consumen hasta hoy: el talibán.

Sin Gorbachov es sabido que no hubiesen dado elecciones libres, y sin manipular, en Polonia en 1989, las cuales desencadenaron la revolución de terciopelo en Checoslovaquia, la revolución rumana, la húngara y la caída del muro de Berlín, no porque la empujarán los líderes liberales desde occidente, sino porque fue empujada de golpe por el pueblo europeo oriental impaciente de tanto esperar tocar ese cielo que era su sueño. Fue ese dejar hacer de los pueblos de parte del KREMLIN lo que permitió que floreciera la libertad, la auténtica libertad. Esto ocurrió durante las revoluciones pacíficas de 1989 en un proceso que se conoce como “el otoño de las naciones”, algo así no había pasado desde 1848. Quizá el mayor legado de Gorbachov es haber permitido que los pueblos decidan su camino.

El mayor desacierto de Gorbachov es no haber sido lo suficientemente fuerte para mantener el Imperio vivo.

Engañado por los occidentales que le prometían ayudas económicas y empujado por las presiones nacionalistas dentro del Imperio (Mijaíl intentó incluso con el uso legítimo de la violencia impedir la independencia de los separatistas de las repúblicas bálticas), Mijaíl vio deshacerse su poder. Presionado desde el ala conservadora del partido que le dio el golpe de agosto de 1991, y golpeado por el ala reformista del partido dirigida por Yeltsin que buscaban tomar el poder echando a Mijaíl; Gorbachov no tuvo más remedio que dimitir.

El 25 de diciembre de 1991, Mijaíl Gorbachov dio su último discurso como líder de la Unión Soviética. Era el discurso que ponía fin a la vida de un imperio que había vivido la edad de un hombre promedio: 74 años. En el discurso Mijaíl explicaba sus intenciones como sueños, la de un futuro para los pueblos, pacíficos y prósperos. Cosa que se contradecía con la realidad que encontró y vivió. La URSS podía ser capaz de crear satélites espía y cohetes transcontinentales de última generación, pero era incapaz de suministrar sus propios mercados en Moscú de manera eficiente. Su gente debía callar y obedecer. El socialismo se había anquilosado, y el Imperio era incapaz de dar una buena vida a su gente.  Un fragmento de su discurso dice: “Tenemos mucho de todo: tierra, petróleo, gas, y tampoco Dios nos ofendió en cuanto inteligencia y talentos. Pero vivíamos bastante peor que en los países desarrollados. Nos atrasábamos cada vez más respecto a ellos. Y esto debido a que estábamos atenazados por un Estado burocrático y autoritario (…) esa militarización del país que desfiguró nuestra economía, la conciencia y la moral social”.

El sueño de Gorbachov por un Imperio con  rostro humano acabó esa noche de Navidad de 1991 cuando por última vez el himno del imperio soviético sonó mientras la bandera roja era arriada del Kremlin. Durante todo el siglo XX, millones de hombres y mujeres dieron su vida por esa bandera roja en los cinco continentes. Esa era la bandera de un sueño internacional. Los comunistas  indonesios masacrados en 1965, la lucha de los partisanos en la Segunda Guerra Mundial, las guerrillas comunistas en Centroamérica y Sudamérica, la resistencia heroica de los comunistas de Vietnam al enfrentar a dos imperios. Durante todo el siglo XX los desesperados hijos de Eva soñaron con un mejor futuro, con pan para sus hijos, con igualdad, con justicia. Esos sueños también se trastornaron en envidia, celos, en el holocausto del año cero de Camboya, en la persecución a homosexuales en la Cuba de Fidel Castro, en las hambrunas de Ucrania y China, en revoluciones culturales que humillaban y mataban a los revisionistas. El Imperio era un sueño de pobres desgraciados, un sueño que duró la vida de un hombre, un sueño con pies de barro y crimen: el gulag, la persecución, la invasión. Pero los sueños nunca mueren. Los sueños viven en el corazón, ojalá aprendiésemos de nuestros sueños y de esa experiencia llamada Socialismo Real. Porque lo que el Imperio Soviético fue es lo único que pudo ser en la realidad el socialismo. Solo eso y nada más. Sin embargo la lucha continúa.

“Nuestros esfuerzos comunes darán en un futuro sus frutos (…) Les deseo todo lo mejor”. Mijaíl Gorbachov, 25 de diciembre de 1991.

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version