Opinión

A propósito de El pecado social, de Juan Carlos Goycochea (2024)

Lee la columna de Mario Castro Cobos

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La relación íntima o directa con los documentos; aquello en lo que -se supone- se basa el documental (suposición que habría que suponer, a su vez, en principio, verdadera, y que habría que examinar a continuación -para ser exacto algo así como un segundo después-, en tanto precisamente ser o tratarse de una suposición) y que da, digamos, carta de legitimidad a eso que, por pereza o por costumbre, llamamos ¿documental clásico?

O más justo para todos sería llamarlo documental ‘normal’, al uso, convencional o predominantemente informativo o periodístico… Que ilustra con imágenes (no me voy a meter ahora en el lío el-fondo-por-sobre-la-forma), incluso si no carece de habilidad y recursos cinematográficos -encuadres, movimientos de cámara, fotografía, etc.- para discurrir de manera inteligente y agradable (como es el caso del documental que voy a comentar).

O para ser más claro, directo y sintético, pienso en el documental que no establece o tematiza o problematiza una relación productiva de sospecha razonable (de sospecha irrenunciable) o de extrañeza con respecto a lo ‘Real’ (sí, así, con mayúscula).

Diré que, éticamente, el documental que comento me importa (¿en un sentido emocional más qué ‘ético’, o deberé hablar de ‘emoción ética’ o de ética emocional) y a la vez debo decir que no percibo que lo central sea, en este caso, la investigación estética o la teorización (‘puesta en crisis’ o, al menos, puesta a prueba) de sus bases. Ética y estética, lo sé, sospechosos comunes (como fondo y forma) de andar juntos siempre (compleja red), de ser inseparables.

Enunciando -seguro que con torpeza- estos problemas o descripciones intento entrar en (o rozar) este documental. Decir que es necesario resulta -cómo no- imprescindible. Necesitamos documentales que derramen siquiera gotitas de luz sobre el agujero negro.

La oscuridad, en la que seguimos viviendo (lo sepamos o no) ‘como País’ (biombo tras del que, cual combi, entramos muchos, muchos, muchos) acerca del porqué tanta muerte, dolor y destrucción… y de cómo si no es enfrentada con inteligencia y valor nos llevará tarde o temprano de nuevo al mismo punto. Ese es el quid del problema. O tal vez no haya tanta oscuridad sino que cerramos los ojos, o es que nos han vendado.

El gusto de matar, y hasta el deber de matar. Asesinatos que son frutos, pero no raíces del patriarcado, del machismo, del autoritarismo, del fanatismo religioso disfrazado de lo que quieras. La pregunta inocente, ¿por qué no dejan vivir a las personas sus vidas en sus propios términos? o, como lo señala uno de los personajes, presencias o participantes, de acuerdo con la naturaleza, con su naturaleza, ese es en realidad el verdadero escándalo. Estoy de acuerdo en que no hay que cesar de señalarlo.

Hasta qué punto sea un imperativo psicológico para salir del trauma o tratarlo, volver, recordar, revivir circunstancias tan agudamente dolorosas (uno no puede pasarse la vida regresando una y otra vez a lo que más le duele) es un dilema pero, como dije antes, el riesgo de repetición, de vuelta al horror, existe. No es para nada algo que, como se podría suponer ingenuamente, ‘ha sido superado’.

Valoro el documento vivo, el testimonio -además, bien dosificado- y la trayectoria del protagonista que no busca sino VIVIR. Algo que, siendo o pareciendo tan simple, deviene casi imposible, y no solo para él.

El tiempo ha pasado, y no ha pasado, pero si las condiciones para la explosión se han extinguido, ¿entonces por qué es tan difícil obtener justicia? ¿Qué fuerzas serán las que se oponen? Agradecibles los esfuerzos para -como dicen- visibilizar el horror, pero hay que llamar la atención sobre su insuficiencia, porque el capitalismo y el neoliberalismo, bien mirados ¿acaso están lejos del terror, la muerte y la destrucción?  

Se da un atisbo de la estética gay, con solo disfrutar la compañía de estas personas, todo un arco de sensibilidad y pensamiento que hubiese sido interesante explorar más. En la ética de esa estética, existe una riqueza que puede hacer mucho por toda la sociedad. No hay que ser Oscar Wilde para saberlo. Una opción más alegre y simpática que matarse entre todos.

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