Opinión

A propósito de El exorcista

Lee la columna de Mario Castro Cobos

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Cuál es el propósito del miedo (o de su hermano más energético: el terror). Se supone que es algo bueno. Nos protege de peligros. Podemos llegar a encontrar un simpático placer curativo, en el miedo, y El exorcista no es una excepción.

También podemos volvernos un tanto adictos a la sensación del miedo; es decir, del miedo por el miedo, como —dicho sea de paso— del arte por el arte.

Una obra, una película es y no es la vida. O es menos y más que la vida… Y sucede que, al no tratar ‘solo de hechos’ sino, además, o sobre todo de ‘experiencias simbólicas’, gracias a una obra podemos revivir un trauma, plantear o examinar un tema o problema; en fin, leer un mito.

Así es como algo interno que es más o menos consciente se concentra. Y emerge. ¿Y entonces qué? ¿De verdad hay cura? O siquiera un mejoramiento. O solo una simple o compleja confirmación y reconocimiento más o menos detallado de la locura.

¿Qué fuerzas nos determinan? En qué sentido estamos poseídos y en consecuencia no podemos ser nosotros mismos… En ese sentido las películas podrían actuar como exorcismos y los directores, pasar de ser poseídos por el Mal a exorcistas de las fuerzas destructivas. Oscuras. Sociales. Que se pueden ver a la plena luz del día.

Para William Friedkin esta no es una película de terror, sino que más bien trata del misterio de la fe. Sin devaluar dichas palabras pienso que Linda Blair tendría una opinión muy distinta. Imaginen el stress, por decir lo menos, al que estuvo sometida (ah, los directores poseídos por sus obsesiones). Y que luego, al ser ‘poseída por la fama’ su vida fue invivible.

Un ateo juega cinematográficamente a hacernos creer algo que él no cree. Y a simbolizar la crisis. Deleuze habla de la capacidad del cine para restituir en nosotros la creencia en el mundo. Nuestro director ateo cree en la crisis: le creemos. El exorcista (1973) fue filmada en un contexto de ‘pérdida de fe’, de crisis institucional, de desconfianza de los norteamericanos en su propio gobierno (Nixon y Watergate). David Lynch en una carta a Friedkin le expresa que la película significó para él nada menos que un renacimiento.   

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