Por Raúl Villavicencio
Este 21 de marzo se celebró el Día Mundial de la Poesía y muchos, a lo largo de su vida, de manera tal vez involuntaria la han practicado; otros, de una sensibilidad más etérea, han dedicado horas enteras a ese noble pero ingrato oficio.
El Perú ha tenido (y aún tiene) grandes vates. Solo el nombre de Vallejo podría eclipsar a tantos escribanos de la luna llena y el paisaje bucólico en búsqueda de la inspiración; sin embargo, cabe mencionar a Emilio Adolfo Westphalen, Blanca Varela, César Moro, Martín Adán o José Santos Chocano, poetas que durante mi vida me han acompañado en mis trayectos a la universidad, de viaje, o en un momento de tranquilidad en mi departamento. La lista es larga y también injusta por el espacio.
Muchos eruditos y académicos han tratado de definirla en una escueta oración, pero ninguno se ha atrevido a encasillarla. Y es que esa sensación de libertad que te ofrece la poesía es en sí el alma de la misma; el poder crear, mezclar, jugar, experimentar con las palabras, con las ideas, con lo que estas te hacen sentir, con la musicalidad que se va formando entre estrofa y estrofa y que poco a poco te van atrapando.
Es por ello que esa tradición —oral en un inicio y en la actualidad también escrita— ha sabido perdurar durante los siglos. Siempre cabe preguntarse quién fue el primer hombre o mujer que un día de aquellos quiso expresar una idea pero utilizando metáforas.
En la actualidad ese “vano oficio” fue perdiendo presencia entre los más jóvenes, que gustan de la inmediatez y las cosas directas, sin muchas complicaciones ni palabreo. En nuestro país, aunque resulte lamentable, ser escritor o poeta no cubre con los gastos de la casa, o la alimentación de los hijos. Quizá sea eso que muchos terminen inclinándose por carreras más prometedoras y lucrativas.
La tecnología resulta un arma de doble filo, pues ofrece una gran ventana para aquellos que quieren hacer público sus poemarios, acercándolos a los amantes del verso y la métrica; sin embargo, también se convierte en un gran distractivo, como laberintos, para los más jóvenes que buscan videos de entretenimiento, o matar el tiempo en las redes sociales echados en su cama.
(Columna publicada en Diario UNO)