Cultura

«A jugar», por Angello Alcázar

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¿Habrán pasado cinco, seis, siete décadas desde que jugó al Monopolio por primera vez? ¿Desde que, embutida en una chompa que le cubría las rodillas, se sentó con su familia una tarde de invierno y aprendió a hacer rodar los dados, a mover las fichas, a repartir las ganancias de cada jornada, a procurarse hipotecas fiables, a verse tentada a claudicar una y mil veces, a retorcerse de envidia, a seguir adelante pese a las pérdidas, a tender puentes, a moverse de acá para allá, de allá para acá, a vivir?   

No lo sé. Supongo que es pedirle demasiado que recuerde la primera jugada. Pero, ahora que la he visto varias veces, puedo decir que lo hace de maravilla. Sobre todo en estos días que está prohibido salir y cada cosa que hacemos (por más pequeña que sea) se convierte en un acto digno de contemplación; y, por lo tanto, digno de registro. De pronto, nos descubrimos visitando rincones poco explorados de nuestro hogar, desenterrando objetos y recuerdos perdidos en el desorden de esas vidas que nos parecen tan lejanas, tan ajenas a quienes somos ahora, aun cuando el punto de quiebre haya ocurrido hace apenas un par de meses. Así pasamos las mañanas y las tardes y las noches. Confinados, sí; pero al fin y al cabo juntos, y llenos de unas terribles ganas de seguir viviendo.   

Hoy que los días son (casi) todos iguales, jugar —al Monopolio, al ajedrez, a las damas, a las escondidas, a las chapadas, a lo que sea— es más que un privilegio: es una necesidad. En una de sus siempre lúcidas prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro dice que, así como él lo hacía cuando escribía, su hijo Julito se entregaba en sus juegos a un mundo imaginario “construido con utensilios o fragmentos del mundo real”. Solo que, a diferencia del mundo erigido por medio de la palabra, el mundo de Julito se esfumaba apenas se acababan sus recreos.

Puede que ya no seamos niños, pero hay algo en el hecho de jugar que nos retrotrae a lo más esencial de nuestra humanidad. A una época en la que la mayoría de nosotros nos creíamos invencibles y no teníamos grandes responsabilidades ni preocupaciones ni miedos. Cuando jugamos, una fracción de ese universo que habitábamos cuando niños y que era, durara lo que durara, solo nuestro, reaparece, y nos hace copartícipes de algo más trascendental. Algo minúsculo a comparación de los desafíos que enfrentamos día a día, pero que, así con todo, nos reconforta.

No es de extrañar que muchos juegos de mesa se hicieran populares en momentos críticos. Por su parte —si bien fue diseñado a inicios del siglo pasado por la estadounidense Elizabeth Magie con el nombre de “The Landlord’s Game”—, el Monopolio se convirtió casi en un objeto de culto en los años de la Gran Depresión. Todos se sorprendieron, pues, ¿cómo podía explicarse que, en un tiempo en que muy pocos tenían para llevarse el pan a la boca, las familias y los amigos decidieran de buenas a primeras sentarse alrededor de una mesa y pretender ser los dueños del mundo? Quizá porque a través de aquella impostura podían desentenderse, si quiera por unas horas (aunque todos sabemos que ese endiablado juego puede alargarse casi sin fin), de las llamadas “cosas serias” y hacer de la fantasía una esperanza.

A pesar de que todavía me intrigan los detalles de su iniciación, prefiero no preguntarle por ellos. Casi la puedo ver: expectante, consciente de cada movimiento, cada trayectoria que trazaban los dedos, cada pliegue que se formaba en los fajos de billetes ajenos. Así como lo está haciendo ahora, en medio de todo. Lo que sí debe saber es que en algún momento esto se acabará. Que, como dicen, tarde o temprano volveremos a salir y ver a los demás. Pero disfruta del momento. Y creo que, muy en el fondo, también sabe cuánto disfruto yo, viéndola jugar.

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