Un día antes que el planeta entero ingresara a un estado de coma permanente, los peruanos disfrutaban lo que sería el último domingo del año 2020 en libertad; yendo al parque con sus hijos, recibiendo visitas, o pasando una agradable tarde en la playa. Las noticias sobre un mortal virus iban rondando por los países vecinos y era cuestión de horas o días en que el Perú empiece a tomar precauciones.
Fue el ex presidente Martín Vizcarra, acompañado de todos sus ministros, quien anunciara cerca del mediodía el inicio de la cuarentena a nivel nacional. En un principio por 15 días, luego otros 15 días más, y así sucesivamente hasta que ya se volvió cotidiano verlo desde nuestros televisores, protegidos entre cuatro paredes.
Ese 16 de marzo, horas después de que se decretara la cuarentena, miles de personas corrieron a los supermercados o bodegas del barrio para abastecerse de alimentos y sobre todo de papel higiénico. Colas interminables se veían en las calles, o a personas vaciando los estantes de conocidas tiendas por departamento.
Los días pasaban y el pánico fue en aumento cuando los noticieros pasaban imágenes de personas desvaneciéndose a mitad de la calle; decenas de cuerpos desparramados sin que nadie se atreva a tocarlos por temor a contagiarse. Todo parecía una película de ciencia ficción.
En los hospitales la gente rogaba por una camilla para algún familiar convaleciente. Ya adentro el calvario no terminaba porque se requería de un balón de oxígeno, los cuales eran vendidos a precios estratosféricos, haciendo millonarios a muchas personas de la noche a la mañana. Se podía lucrar con el dolor y el sufrimiento, y eso no es ajeno el ser humano.
Ir a una clínica era como colocarse una soga al cuello. Se podía salvar la vida del ser querido, pero uno terminaba con una cuantiosa deuda imposible de pagar a corto plazo. Muchos de esos centros privados de salud supieron sacar hasta el último centavo a los desesperados familiares del paciente, vendiéndoles un sencillo panadol a un precio hasta cien veces por encima de su valor. Todas esas investigaciones quedaron convenientemente en el olvido.
Las calles lucían desérticas, como olvidadas en el tiempo. Los automóviles no circulaban, el aire se sentía más puro, y los animales empezaban a recobrar lo que por derecho natural era suyo. En tanto, millones de familias peruanas intentaban matar el aburrimiento contando historias o descargándose algún juego de Internet. Todo era rutina y muchas parejas terminaron por divorciarse.
Las semanas pasaban, los meses, las noches de los cacerolazos y los días donde hombres y mujeres se tenían que turnar para ir al mercado, para que luego de las compras sean sometidos a una depuración sanitaria a base de jabón y alcohol.
Miles de personas perdieron la vida, y ahora, en menor cantidad, la siguen perdiendo solo que ya no resulta impactante ni relevante. Ahora nos encontramos relativamente a salvo gracias a las vacunas, hasta que aparezca una nueva cepa más letal que nos obligue a encerrarnos nuevamente, como hace cuatro años.