Hugo Santiago fue ayudante de
dirección de Robert Bresson (uno de los más grandes directores de cine de todos
los tiempos). Santiago reclutó para una película suya (la juventud es fabulosamente
atrevida) a dos pesos pesados de la literatura argentina, Adolfo Bioy Casares y
Jorge Luis Borges. Sí, a Borges, uno de los mejores escritores contemporáneos. No
se puede obviar que el resultado, Invasión (Argentina, 1969) es a tramos
fascinante, que forma parte de la historia del cine y que por supuesto, merece
verse y revisarse.
Veo, para esbozar luego algunas
impresiones, una vez más, Invasión. Si fuera posible, sin preconceptos. Como si
aterrizara ahí (en la ciudad – película – sueño – pesadilla) por primera vez. Veo
una película nocturna, terrestre, áspera y envolvente, con menos amagos
metafísicos de lo que se podría suponer; muy masculina (o machista, dirán
algunos) en el sentido del culto al orgullo y la valentía y el honor.
En otro extremo, Invasión es una película a la que se le ha sustraído quirúrgicamente el sonido original. Su mudez con respecto a los sonidos que nunca escucharé me deja un poco mudo. La ausencia de sonido directo produce una distancia, a veces irónica. Por alguna razón eso no me importó en anteriores visiones. En compensación hay sonidos reiterados e inesperados y sin fuente ‘realista’ que vienen muy bien (y que asocio con lo que hace Iván Zulueta con la banda sonora de Arrebato). Sonidos que llegan a ser inquietantes, juguetonamente misteriosos.
Pero dejando eso, pienso en dos
conceptos o elementos de su composición: la levedad y el peso. En el lenguaje usado
hay un peso, especie de moneda de cambio circulante, signo de distinción algo
ajado y marchito: a veces con giros brillantes. Sí, el lenguaje… El lenguaje
en sí es un mundo que resiste, indiscernible e indesligable de las casas viejas
y los bares viejos y la ciudad vieja y las personas viejas, o ‘maduras’ que trabajan
la película. El lenguaje en este caso es una música que se niega (aún) a irse. Una
época, un clima, una forma de ser, en el peso literario (demasiado literario) de
los diálogos. Una seña de identidad de la propia película; su sello de
artificio.
Líneas voluntariamente cómicas (o
no), burbujeantes y contradictoriamente anacrónicas. Un peso que puede resultar
afortunado cuando hay destellos de gracia (el viejo jefe de la resistencia hablándole
a su esponjoso gato). Un lenguaje ‘muy vestido’, muy controlado, como los
cuerpos, casi siempre muy vestidos; es como si hubiera un secreto debajo o en
el peso mismo de las ropas. Como si los vestidos-disfraces contuvieran cuerpos
enjutos, irreales. Figuras recortadas sobre un fondo; simulacros.
Confieso que yo quería VER un cuento de Borges. Quería la invasión de Borges en la pantalla. No solo el acontecimiento ya suficientemente complejo de la lectura —mejor cuanto más aventurera—, no solo la gran activación de los ojos de la mente, sino ver a Borges en película, rotunda, directamente.
Aquilea… un nombre hermoso, (inequívocas
resonancias) que es… un tablero de juego; literalmente, un mapa de operaciones.
El mapa es tan decorativo e icónico como pragmático y utilitario. El juego, quiero
decir, la ficción, la película, la alegoría, que es algo mortalmente serio para
los personajes, que casi parece haber generado su ostensible erosión y desgaste,
para nosotros, espectadores, es, en varios pasajes, delicioso.
Aquilea. Qué clase de ciudad… Concreta
y platónica, documental, puntualmente laberíntica, no obstante, el mapa (que
ayuda a orientarse, sí, pero ayuda tanto o más al mito). Ciudad a menudo
arrinconada. Buenos Aires enmarcado, encajado, fijado en un tablero de ajedrez.
El experimento consiste (hablando de manera más mundana) en planos cerrados y
abiertos donde observamos las peripecias de marionetas a menudo magníficas, aún
en su modesta miseria y su resignado heroísmo. El jefe, Don Porfirio, aprieta
botones-piezas que son, no se sabe, más valientes que obedientes. Ese
obsequioso determinismo deshumaniza, resta emoción. Desnuda el juego.
No es forzosamente un reproche si
digo que hay un aspecto infantil en la simplificación del juego esperable entre
buenos y malos. Cualquiera pensaría que los personajes son en verdad casi
robots con una cerecita dramática cual anzuelo de humanidad. Por contraste
recuerdo El ejército en las sombras, de Jean-Pierre Melville (1969), una
película francesa que habla de la resistencia atravesada de una inolvidable e
irrefutable angustia existencial.
El hechizo del blanco y negro por su parte, impresiona y sumerge, su concentración elegante y sinuosa es notoriamente eficiente. El blanco y negro tampoco es lo más ligero que hay… La negrura y el brillo pueden ser en ocasiones incluso alucinógenos… Aunque hay planos cortos, rápidos, que ‘vuelan’ se impone la visión férrea (a la vez que curiosamente algo desvencijada, pues en la película se respira un regusto arqueológico) de tablero de control, oh lo inmutable, ‘la historia es así’. Un blanco y negro ideológico, se diría.
La partida de ajedrez no es la de
El séptimo sello de Bergman: un juego directo con la muerte (graciosamente
corporizada) sino con la historia, con una lógica más cerca del policial que
del existencialismo teológico. Más que angustia, en los personajes-piezas veo
una melancolía anticipada, la melancolía de la derrota: la partida está perdida
de antemano; en eso hay un parentesco inesperado con el cine de Béla Tarr.
Una película que resista habla no
solo de un pasado remoto o contemporáneo sino también señala un futuro. Sugiere
potencialidades ocultas o ciclos incesantes. Por eso permanece, muta, no se
desintegra. Cada vez que el mainstream noticioso dice Venezuela podría decir
Argentina, invadida por esa vieja religión llamada ahora neoliberales. Por la guerra de ricos contra pobres. Leída así,
ahora que escribo a 50 años de la realización de Invasión, en otro país
sudamericano donde también se está dando una batalla, ¿no se imaginan algo más
actual? ¿La ciudad, el país, el continente, serán completamente invadidos, humillados,
destruidos? El juego, como ven, no ha acabado.
Nota final: la flamante viuda multiplica la venganza, entrega una pistola a cada joven de la nueva resistencia, los nuevos, los jóvenes, los del sur: la película termina cuando lo mejor empieza. Y entonces todo renace.
(ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS NÚMERO 17)