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21 Festival de Cine de Lima: Un cine en concreto, humildad y grandeza

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En “Viejo Se Muere El Cine”, Cabrera infante escribe que, en la primera proyección pública, los Lumière expusieron los primeros ejemplares de los géneros cinematográficos; entre ellos, el documental.  El título de ese documental fundacional era “La Salida De Los Obreros De La Fábrica Lumière”. Su contenido era el mismo del título en una casi absoluta y fiel literalidad.

Esta casualidad me intrigo. Establecí en ella, algo que hemos dejado de lado por atender al frágil glamour de las inauguraciones, los festivales y ceremonias de premiación del mundo cinematográfico, el cine es una industria y como en toda industria, existen en ella, obreros, es decir, proletarios en el sentido marxista de la palabra. Que el primer documental de la historia haya tratado o expuesto esa condición a guisa de publicidad comercial, podría convertirse o desarrollarse en propaganda dependiendo del cristal con que se le observe.

En “Un Cine En Concreto”, documental que dio inicio al 21° Festival de Cine de Lima PUCP, vemos al cine, precisamente, como la construcción de un obrero; no la cinematografía, es decir, la filmación de las películas, sino el cine, el espacio más perfecto para crear la mágica comunión entre el proyector, la pantalla, los espectadores acodados en las clásicas butacas y nuestra sempiterna hambre de irrealidad, es decir, del infinito que enaltece a todo ser humano.

Este obrero, Omar Borcard, un albañil jubilado de un pueblito apacible de una provincia argentina distante en casi diez horas de la “Ciudad De La Furia”, es un soñador, pero al mismo tiempo un hombre de pueblo en una edad lo suficientemente madura para saber que los sueños sin realización están tan muertos como la fe sin obras de la que habla cierto libro sagrado.

De los sueños y la fe de este hombre nació su fuerza para insistir en la utopía.

Si se detienen en Omar, verán que es un complejo de contradicciones y como la mayoría de contradicciones, esconde una naturaleza distinta a la mera apariencia. Su figura es frágil, pero se dedicó durante toda su vida laboral a un oficio pesado y duro como es la construcción, la albañilería, así que tan frágil no puede ser.

Es, también, pese a su modesto exterior la más soberbia figura que podemos oponer a todo cuanto pueda hallarse de blando, cobarde y negativo en esta modernidad de gente idónea para realizar exhibiciones en los gimnasios mas no en la vida real.

Compárese a este pacífico guerrero gracioso y campechano con todo lo que de vergonzante tenemos en el mundo y los testigos de la confrontación habrán hallado una opción de verdad para dejar de lado, ignorar o incluso vituperar a los políticos corruptos -una amalgama casi indesligable-, los falsos intelectuales, los concursantes de los realities, y antes, los protagonistas de los programas cómicos más chabacanos del mundo, los realizadores de los ominosos talk shows, los mentirosos medios de prensa en general  y cualquier otro elemento que refleje lo despreciable que es esta época.

No criticaré más detalles del documental por lo menos hasta que termine su exhibición, pero si debo escribir, me veo obligado a hacerlo por la gratitud que le debo al entrañable Omar, gratitud que deberán todos los que conozcan su historia:  ningún amante del cine puede perderse la oportunidad de disfrutar de la historia de Omar Borcard y “Un Cine En Concreto” porque es una de los relatos más edificantes de la historia de la cinematografía latinoamericana.

Cabe advertir algunas peculiaridades finales que no puedo obviar antes de terminar esta reflexión.

La humildad, a veces, no está reñida con la grandeza. En casos excepcionales, incluso, pueden ser la misma cosa. Omar, un hombre humilde, humorístico por naturaleza y aparentemente tan noble como el único trozo de pan que va de la mano de un damnificado a la mano de alguien que lo necesita, todavía, más, es la demostración absoluta de esa unidad; humildad y grandeza a partes iguales en un solo individuo que avanza en el mundo recibiendo la ternura y las gracias de todo el que lo ve por un instante luego de saber su historia y la del cine Paradiso, el hospicio más cálido de los sueños en todos los rincones más fríos de la amplia avenida de la desolación que es el mundo contemporáneo.

Debemos darle las gracias como a todos los grandes luchadores de la tribu humana, por la gran serie de lecciones que enseña, quizá, sin saberlo:  la construcción de nuestros sueños depende absolutamente de nosotros mismos, no podemos culpar a nadie por nuestras caídas ni perder tiempo en lamentarnos por ellas y, sobre todo, obrar es tan importante como soñar.

A Omar, a quien pese a su edad no pocas personas, incluso menores que él, como el controlador del bus que lo llevó por primera vez a Buenos Aires hace pocos años, dejan de decir Omarcito, calificación y modo que solo disfrutan las personas a las que todo el mundo quiere, le destruyeron el primer cine que hizo con muchos sacrificios y cariños, pero no tuvo tiempo ni siquiera para sentir compasión por sí mismo.

Con la columna desviada y una pierna más larga que la otra, producto de las varias décadas que dedicó a la construcción sin servirse de los adecuados medios de protección, no se quejó ni abrumó más de la cuenta, tomo una escuadra, arena, cemento y agua e hizo florecer en el jardín de su mente un nuevo sueño, mejor dicho, el mismo, es decir, su cine, su forma favorito de acceso al paraíso y lo ofreció una vez terminado y concretado al lado de su casa, a todo el que lo necesitara por dos monedas humildes en líneas generales pero grandes si se gastan atendiendo al sacrificio que pueden representar en momentos de austeridad y angustia, o no cobrando la entrada si veía la necesidad en los ojos de los “pibes” que no tenían ni un “mango” para entrar al Paraíso- Paradiso,  ya que su cine es una extensión natural de su hogar y el hogar para todos aquellos que no olvidamos su etimología es el depositario del fuego más sagrado que tiene el hombre  bajo su propiedad.

Ojalá aprendiéramos de Omar e hiciéramos del cine un espacio para todas las clases y no solo para la élite. Forzosamente, “Un Cine En Concreto” debe ser expuesto en todos los barrios y pueblos del mundo. No he sabido de un acto potencialmente tan revolucionario y convulsor de la sociedad como esta muestra, sin duda, una de las historias más apasionantes y devotas del por el cine, y, a su vez, pasión, devoción y amor por el género humano, un emblema de humanidad tan ígneo como la primera hoguera encendida en la entrada de las cavernas.

 

P.S.

Omar tiene un ídolo de toda la vida, el célebre autor de “Muchacho que vas cantando”, es decir, Ramón Bautista Ortega, Palito, uno de los cantantes provincianos más grandes de la Argentina. Otro de sus sueños es conocerlo. Si Palito es tan grande en la realidad como en la imaginación de Omar, no cabe duda que al recibirlo recibirá a un hermano hasta este momento desconocido.

Si Minguito, gran amigo del cantante y político argentino, representó en el imaginario popular lo mejor del argentino de clase baja, Omar Borcard representa lo que de mejor tiene el argentino no contaminado por la angustia de la modernidad citadina, una pureza y entrega tal que parece la de los anarquistas que Sábato amo y respeto siempre en detrimento de cualquier otra posibilidad ideológica que él mismo haya seguido; pureza anarquista jamás violenta sino amorosa y entrega al prójimo en función de servir a los otros antes que a uno mismo.

“Un Cine En Concreto” es una de las historias más conmovedoras de la historia de la cinefilia. Omar, uno de los héroes anónimos más grandes de la historia de nuestra tribu.

Tanto el documental como el protagonista, es decir, el hombre, es decir Omar Borcard, es decir, Omarcito, el amable dueño de un cine perdido en un pueblito de Entrerríos, nos han dado tantas lecciones de bonhomía que un solo texto sería insuficiente para consignarlas todas salvo que fuese imposible hallar su página central.

 

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