Por Raúl Villavicencio
Desde que tengo uso de razón siempre me interesó aprender a tocar guitarra. En la TV de mi infancia (hace muchos años ya) veía a los músicos de mi preferencia acompañados de un instrumento con figura de mujer: era, sin mucha confusión, una guitarra acústica eléctrica.
Mi primera guitarra fue una Falcón, de segunda, de color como la sangría y en buenas condiciones y que solo le faltaba por cambia una cuerda metálica. Día y noche intentaba de manera autodidacta aprenderme los acordes viendo videos por Youtube. Así pasé casi un otoño intentando creerme una celebridad aún por descubrir, hasta que ocurrió lo menos esperado.
Ya en mi adultez casi nunca acostumbro salir a ‘pichanguear’ con mis amigos, sin embargo, acepté en aquella ocasión de tanto insistirme. Atrás, en el arco, un balonazo directo a mi mano izquierda terminó literalmente por partir mis ilusiones. Adiós guitarra por al menos tres meses a consecuencia de una fisura en mi mano menos hábil.
Aquella guitarra era una de tantas otras, sí, pero cada uno de manera particular le va infundiendo parte de su ser, de sus recuerdos, de su satisfacción o frustración porque una nota no terminaba por salir.
El padre de esas guitarras (muy populares en mi país) es nada menos que Abraham Falcón García, quien en sus años de juventud se puso a caminar por el río Palpa buscando la madera más conveniente para elaborar aquel instrumento de cuerdas.
Cuenta su nieto Enrique que su abuelo era tan solo un aprendiz de carpintero, y que a falta de trabajo y oportunidades se animó por replicar aquellas guitarras europeas que estaban muy de boga, elaborando un instrumento con una sonoridad distinta que lo diferenciaba de las foráneas.
Este 16 de marzo se cumplirán 100 años del natalicio de aquel maestro que supo darle personalidad a uno de los instrumentos más utilizados por los jóvenes que en algún momento de su vida quisieron brillar en un escenario, o sencillamente dedicarle una canción a un ser querido, imaginándose por un instante que eran los mismísimos Paco de Lucia a mitad de la noche estrellada.
Ya habrá otra ocasión para conseguirme otra de sus guitarras, don Abraham, y así completar aquella serenata ficta que aún tengo rondando e mi mente.